El domingo pasado fui con otros 90 estudiantes del CERN a Chamonix, un pueblecito a los pies del Mont Blanc. Al llegar un grupo se fue a lo alto del Mont Blanc en teleférico y los valientes que quedamos nos fuimos a hacer senderismo a la montaña opuesta, Brévent.
Con nieve alrededor y la mitad de la gente en camiseta y pantalones cortos comenzamos a bajar por la ladera opuesta al valle rumbo a un lago que no veíamos pero que según todas las indicaciones debía estar en algún punto allá abajo.
Cuando se hizo la hora de volver nos pusimos de nuevo en camino de vuelta a lo alto de Brevent para coger el teleférico que nos llevaría a la parte más baja del valle. Desde el refugio las vistas eran sobrecogedoras. Con montañas y distancias así, el aire tan puro y una majestuosidad rodeada de tal silencio me habría quedado con gusto toda la tarde pero las restricciones no me lo permitieron.
Acabé completamente agotado y, aunque me habría gustado hacer el viaje con mucha menos gente y menos pendiente del tiempo, ha sido una bonita experiencia. Me sentía como estar en un mar de calma. Era como estar en un una enorme sala con un coloso de varios metros de altura y silencioso y multitud de gente alrededor que, por más que hablase, no conseguía sobreponerse a la presencia de dicho coloso ni podía evitar que su silencio inundase toda la sala y ahogase todo el ruido.